El pueblo pide, el ciudadano exige
Los territorios no vienen predeterminados para ser tal o
cual, somos nosotros, entendidos como un conjunto de individuos que conforma
una sociedad quienes determinamos qué clase de gente conformará el lugar.
¿Gente que está dispuesta a mover las piedras y barrer los
escombros que empobrecen la presencia de ese pequeño espacio que entienden como
suyo? ¿O quienes esperan que las autoridades se encarguen de limpiar el piso
por el que caminan despreocupados de las responsabilidades que puedan tener
para con ese terreno de ellos?
¡Qué dilema! Madurar o actuar como niños malcriados. Cualquiera
creería que esa es la idea principal, pero es necesario hacer una pausa y
analizar de qué se trata. Aquel que recoge la basura y limpia las calles sin
esperar que quienes están encargados de ese trabajo y reciben un sueldo
(paupérrimo quizás) por ello lo hagan, no es más ciudadano que quien se indigna
por la irresponsabilidad del Estado ante la falta de compromiso y dedicación con
ese pequeño pedazo de tierra.
Ese es el ciudadano al tanto de que paga impuestos, que hay
presupuesto para esos asuntos, que hay responsables que se llenan los bolsillos
por una labor que les fue asignada y nunca ejecutada. Es quien se molesta
porque se mofan de su ingenuidad, al pensar que las leyes están para ser
cumplidas. Es el que debe ser puesto al tanto de que está dentro de un paraíso colmado
de corrupción y malversación, donde reina el derroche y la inconsecuencia, esa
que hoy destroza la civilidad al obligar a sus albergados a matarse entre
ellos. Y no, tampoco es más admirable
que aquel que se toma la molestia de hacerse cargo de tareas que no pudo asumir
su Estado.
Hay que tener cierto grado de cordura para no perder la decencia
y la humanidad ante tan infame realidad, mucho más para limpiar los desperdicios
de una mesa donde hubo un festín al que no se tuvo la dicha de ser invitado. Un
minuto de silencio para honrar aquellos hombres tan sensatos que han soportado ser
tratados como servidumbre en su propia mansión mientras le sonríen a los
usurpadores. Un minuto de silencio para los venezolanos.
Pero no para todos.
Lástima que estos dos estereotipos de ciudadanos no están ni
cerca de parecérsele a los que hoy habitan la mayoría de este pedazo de tierra
gigante que llamamos hogar, que llamamos país; hoy reina y vive en ella la aceptación
de la miseria y la credulidad.
Me gustaría pensar que se trata de la candidez que
caracteriza a la gente de lugares remotos, pero no es más que la ignorancia
convertida en mandato para sobrevivir ante tanta ficción y desconocimiento,
ante tanta humillación. Somos lo que nunca debimos ser, somos el ejemplo vivo
de la tragedia.
Por eso tiro los guantes y me niego a describir a esos que
hoy reclaman como suya la tierra de la desesperanza. No son nada más que un
pueblo, son quienes tocan una puerta esperando pan porque sí, porque el viento
los trajo hasta estos lares y no hay nada que ellos puedan hacer, pero sí los
demás. Porque nadie más lo hará, y ellos por supuesto, mucho menos. Alguien se
debe hacer cargo de la existencia de los que no supieron qué hacer con su
mañana, ellos de por sí ya se rindieron, están a la espera de algún valiente que
salga a escribir el punto final de su desdicha.
Suertudos ellos, que aún no les ha llegado, mientras miles
de sus compatriotas yacen sin vida en la tierra que una vez les juró protección.
Estamos llenos de puro pueblo. Hace falta más ciudadanía,
más civilidad, menos fanático y más escéptico. Más lógica, menos emoción. Pero esa es sólo mi percepción.
El pueblo pide, los ciudadanos exigen. Exijo una tierra
donde se pueda respirar sin renegar de su aire.
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