La bombilla


La fulana bombilla amarilla que armó todo este escándalo

Una luz tenue me compra el pasaje a los recuerdos de la niña pequeña que albergo en mi alma. Esa bombilla amarilla que tengo a mi lado me recuerda a la que colgaba en aquel techo de zinc que cubría el patio de la casa de una vecina que terminé llamando tía, una de sus hijas era mi madrina y la otra mi amiga, mi primera amiga adulta.

Debí tener alrededor de cuatro años cuando por las tardes antes de caer la noche llegaba a esa casa por decisión de mi amiga o de mi madrina. Desde el momento que cruzábamos la sala ya nos recibía el olor a arepas fritas que nos dibujaban el camino hasta la cocina, donde otra bombilla amarilla alumbraba el lugar. Ya de grande, o de mayor, aprendí a tenerle odio a ese color para iluminar una habitación, razones clasistas tenía para no querer ese alumbrado que más de un par de veces adornó mi hogar.

En la cocina había crucifijos, santos y demás decoraciones que recordaban a la visita a quién se le rezaba, a esa edad yo ni entendía; sinceramente, a esta tampoco. Caminaba con mi gracia de infante por el lugar y llegué hasta la enramada, donde más bombillas amarillas alumbraban el camino.

Recuerdo con claridad que había un cesto de esos que estaban en toda casa zuliana, con tejido como el de las mecedoras, no sé ni siquiera como describirlo, prefiero asumir que quien me lee, sabe de lo que hablo. Es de estas cosas bien folclóricas que uno espera nunca explicar.

Quiero asumir que alguien tenía un radio prendido, porque ese día tiene de soundtrack canciones de Servando y Florentino. A las muchachas de esa casa les gustaba, o yo me inventé la música en el momento.

Es de esos recuerdos que dan paz, sin dar explicaciones. Es de esas pequeñas sensaciones, con olor, sabor y sonido, que se llevan en el alma para siempre. Momentos simples que la mente seleccionó para traer al presente cada vez que viera una bombilla amarilla.

Cuando llegué a este país mi primer apartamento tenía bombillas con el escandaloso color amarillo por doquier, las odiaba. Después de mudarnos, me encargué de que toda la iluminación de este ranchito fuese blanca. Hoy, quiero que todo sea amarillo, como la lamparita que tengo un lado, como los recuerdos que atesoro en mi mente, como el país que extraño y ya no está.

Salí con un par de amigos hace unos días.  Mientras comíamos helado, hablamos de cómo sus papás se emocionaron al pensar que quizás esta pesadilla venezolana se podía terminar con el precio que se le puso a la cabeza del autor de esta deprimente historia. Me preguntaron si volvería…

“Yo siempre voy a querer volver, el problema es que ese lugar al que quiero regresar ya no existe.”

Extraño un país que ya no está, extraño un lugar que no aparece en el mapa, que sólo existe en mi memoria, en los momentos que me trasladan hasta mi casa, a la de mis abuelos, a la de una vecina que fue mi tía. Todos los lugares con bombillas amarillas, todos los espacios simples, los que se ganaron un puesto en mi corazón.

Ya sé porqué no quiero nada iluminado con amarillo, porque la mente es terca y el corazón es débil. Porque omitir el amor de los tiempos pasados, es evitar el dolor de la vida presente.

Y aquí estoy, sufriendo por un país, todo por una bombilla y su color.

Comentarios

  1. Muy buen artículo y es así, uno ansía volver a un lugar que al someterlo al análisis del presente, ya no existe. Queda en nuestras memorias.

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