Todo estará bien
Estaba buscando en mis archivos de notas y encontré esto que escribí en el 2018, aparece guardado el 28 de octubre, dos meses y 6 días después de haber dejado mi país para comenzar mi vida en Norteamérica. Leo y siento mucha tristeza por esa que escribía estas líneas, recuerdo con mucho pesar cómo me sentía, cómo extrabaña la vida que antes de dejar odiaba. Puedo percibir la desesperanza que me agobiaba y me repetía todas las noches antes de dormir, que no lo iba a lograr. Faltan casi dos meses para que sean tres años desde que me monté en un avión llena de ilusiones, pero repleta de inseguridades, tengo que admitir que me siento orgullosa de quien fui en ese tiempo, de mis intenciones y mi actitud, de mi paciencia y de la responsabilidad que prevaleció ante todo. Girl, I’m so proud of you.
…
Estas
líneas las escribo cuando ya no puedo contener más las lágrimas. Extrañar era inevitable
en este capítulo de mi nueva vida, pero quebrarme era lo que menos quería. Aun
así, lo que más esperaba.
Los
sentimentalismos no tienen protagonismo en esta historia, o al menos no
deberían. Sigo afanada a reprimir las emociones que no generan más que
pérdidas, no hay beneficio en pensar con el corazón. Pero a veces la cabeza se
contamina de la tristeza, la nostalgia y el arrepentimiento de no haber dicho o
hecho lo que sabía que resultaría difícil a estas alturas de la novela.
Respira,
silencia la mente. En eso se la pasa la voz que me controla, mandándome a ser
más fuerte, o al menos a intentar serlo, un poco estaría bien. Vuelvo a tener
batallas extensas con las ganas de renunciar, de darme por vencida, pero siguen
latentes las razones para no claudicar, para seguir a pesar de la herida
abierta que me destroza el alma.
Sigo
preguntando al universo por qué, sigo exigiéndole explicaciones a Dios. Sí, me
creo con el derecho. Me aferro a cuestionar mis decisiones, a imaginar
escenarios alternativos y las consecuencias que quizás pudieron ser mejores.
Aunque estoy casi segura de que nada podría ser diferente. Una vez alguien (que
ya no está en mi vida) me dijo que “hay un millón de realidades, pero la que
vivimos hoy es la correcta, es la que debe ser”.
El caos se
apodera de mi imaginación, me abrazan las ganas de salir corriendo. Miro atrás
y me veo sentada en el mismo lugar donde estuve por varios meses, al borde del
colapso. Lo imagino y lo añoro. La naturaleza humana y sus cosas; sus ganas de
apreciar lo que se tuvo cuando ya es muy tarde.
Nos
acostumbramos a pensar que todo es para siempre, aunque crecemos escuchando lo
contrario. Existe una necesidad imperante de pensar que las cosas, la gente y
los ambientes son eternos. Nadie nunca nos preparó para perder, para
despedirnos, ni para extrañar. Se aprende con el transcurso de los días y el
pasar de las lágrimas, esas que se acumulan hasta que ya no se puede seguir
fingiendo que todo está bien.
¿A quién
culpamos por la equivocación de pensar que la disciplina, la perseverancia y el
compromiso consigo mismo eran la clave para una vida sin errores? ¿A quién le
pedimos que nos dé una segunda oportunidad? ¿Quién nos responde por qué somos
castigados con esta realidad?
Las cuatro
paredes de este baño que escuchan mis palabras me miran con ojos de lamentos. Siento
que me abrazarían si pudieran y me dirían que todo estará bien.
Últimamente
es la frase que más utilizo para sobrellevar estos momentos impregnados de
tragedia y desesperanza.
Todo
estará bien. No hoy, ni mañana, quizás no en un mes, ni en un año. Pero
eventualmente, todo estará bien. Todos estaremos bien.
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