Despedidas

Desde que me gradué de bachillerato empecé a cerrar mi círculo social, me quedé con sólo dos amigas que conservé seis años después de aquellos días donde la mayor de mis preocupaciones era terminar a tiempo mi tarea para ver el episodio diario de Criminal Minds a las ocho de la noche.

Después de la graduación seguí viendo a mis dos amigas, mínimo tres veces a mitad de año, y si lográbamos organizar las agendas, dos veces más en un mes que no fuese agosto, en el que las tres celebramos nuestros cumpleaños. Desde el 2012 mantuvimos como una tradición no faltar a esos días, yo terminé con ellas como mis únicas invitadas además de mi familia. Ya el círculo estaba totalmente cerrado, sin espacios para otros, es una mala manía mía desconfiar de lo nuevo, especialmente cuando se trata de personas.

Quien primero rompió la tradición fui yo, ya no recuerdo en qué año, pero mis dos carreras universitarias me mantenían tan ocupada, que me obligaban a saltarme alguno de los dos cumpleaños de estas mujeres tan especiales para mí. Luego me aparecía con regalos de consolación bien dulces, preferiblemente chocolates, obligándolas a no evadir mis disculpas. En fin, siempre buscábamos la manera de compartir.

En el 2017 coincidimos más de tres veces, supongo que por el hecho de ya tener trabajo  y poder cubrir gastos mayores al regalo de cumpleaños. O al menos en lo que cabe poder costear una salida al cine con cena incluida, la odisea el resto del mes por estirar el salario tenía su toque de gracia, valía la pena compartir con ellas. Ese año perdimos a una amiga que las tres teníamos en común, y hablo por todas cuando digo que nos invadió el miedo de no volvernos a ver otra vez. Su muerte nos dejó impresionadas, yo pensaba que la gente joven no moría tan rápido. De hecho, yo pensaba que la muerte no llegaría tan cerca. 

En mi último cumpleaños sólo una de ellas estuvo, compartimos hasta la medianoche y creo que nunca nos habíamos abrazado tanto como ese día. El día de su cumpleaños me las arreglé para pasar un rato con ella antes de cumplir con un compromiso del cual no me podía zafar, uno familiar y laboral a la vez, de los que no admitía excusas. Antes de que se fuera a celebrar en una piscina llegué y la ayudé con el trauma de su traje de baño, hablamos sobre un montón de cosas y nos despedimos con un abrazo muy fuerte, no quería que me fuera y yo tampoco.

El 19 de enero a las doce y cinco de la madrugada, recibí un mensaje que me dejó perpleja y sin aliento hasta hoy, cuando fui capaz de hablar sobre ello. En un grupo que está creado desde hace varios años titulado “deberíamos reunirnos” leí lo que la mayoría de los venezolanos ya está acostumbrada a leer; un mensaje donde una persona que nos importa nos avisa que se va y adónde se va, a veces acompañado del porqué, aunque nunca la razón es muy diferente, suele ser la misma en todos los casos: muchachas, en unas horas salgo a Colombia.

Hacía días atrás nos había comentado que tenía planes de irse, que debíamos reunirnos para la ‘despedida’ y aunque debí prepararme psicológicamente para llorar y entender que en este cumpleaños tendría una invitada menos, hice caso omiso a la advertencia previa y quedé paralizada con aquel ultimátum de medianoche.

Quién hubiera pensado que aquellos fuertes e inusuales abrazos ya sabían que no habría despedida para lo que vendría varios meses después. No hubo antesala, no hubo escenario, me quedé con las ganas de ver el espectáculo donde decía adiós a una de mis mejores amigas.

En ese momento decidí pensar cómo sería si me tocara avisar a mí que me voy, cómo se sentiría mi familia, los pocos amigos que me quedan, la gente con quien trabajo. Debe ser un sabor amargo, como el que yo siento hoy. O agridulce. Es una mezcla de felicidad por la otra persona y tristeza por uno mismo. Qué feo debe ser despedirse con una sonrisa y una lagrima en el rostro, ambas a la vez.

Qué mal debe sentirse el que se va, con la esperanza de conocer un mundo nuevo, de tener una vida nueva; con la decepción de descubrir que el mundo es uno solo y la gente es diferente (a veces de manera negativa), que cada país es difícil a su manera, que cada cultura es excluyente de formas diferentes; pero con la energía suficiente de enfrentarse a esas y otras dificultades, con la ilusión de tener un auge monetario que le permita llevarse a los suyos para aplacar la luminosa soledad que alumbra sus mañanas. Aun así, no hay calamidad que se compare con la atrocidad que se vive y se intensifica a galopante velocidad todos los días en la tierra que una vez fue la de todos.

Ojalá la vida sea buena con ella, ojalá los ángeles tengan mejor oído del otro lado de la frontera.

Cuánto no daría por haber tenido la oportunidad de expresarle en persona mis buenos deseos para ella, decirle cuán feliz me hace saber que tendrá un nuevo comienzo aunque no sea fácil, lo triste que me sentiré cuando sople mis velas y ella no esté allí, pero qué egoísta de mi parte sería desear que se quedara. Cuánto me hubiese gustado poder decirle ‘hasta pronto’.


Aunque pensándolo bien, no me gustan las despedidas. 

@MariaaBuzz en Instagram 

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