Feliz día, niños del mundo
Ayer fue el día del niño, y entre tantos apagones y
obligaciones que se convierten en las distracciones de quienes dejaron en el
pasado la celebración de esta fecha, me olvidé de postear algo. No lo podía
dejar pasar, después de todo, me la paso alardeando sobre cómo y por qué sigo
siendo una niña.
Decidí hurgar en la máquina del tiempo que tenemos en mi
casa, una maleta de Mickey Mouse de color rojo y morado donde guardamos fotografías
viejas, álbumes, recuerdos. Hay de todo un poquito en ese pedazo de cuero
falso bastante colorido.
Encontré ésta, donde se me ve con un vestido verde de
terciopelo y una especie de lazo o corona blanca que no entiendo por qué
llevaba puesta. Es decir, combinaba con el tejido color blanco perla del
vestido y mis zapatos, pero nada tiene que ver con la ocasión, no es carnaval,
sino el segundo cumpleaños de mi hermano. La moda de esos tiempos, creo.
Pero no es un simple vestido, es el recuerdo de la primera
batalla que le gané a mi mamá. Estábamos de compras navideñas, en el país que
antes teníamos era normal renovar el armario para las fiestas decembrinas. Tenía
cinco años y me rehusaba a comprarme para el 31 de diciembre una bata de
cuadros rojos y amarillos, con un espantoso adorno en el cuello que parecía un babero,
mi mamá lo había escogido. Pasamos un par de horas en la tienda, los dueños ya
no sabían qué cualidad del vestido venderme para quedar convencida de usar ese
trapo tan espantoso.
Lloré por un rato bastante largo, pero eso es más bien mi
talento. Ya no quedaba nadie en la tienda, habían buscado todos los vestidos
que tenían en inventario con la esperanza de encontrar alguno que nos gustara a mi mamá y a mí. Los que yo quería ella los odiaba, los que ella quería, yo
los detestaba. Fue una batalla bastante agotadora, hasta que al final mi papá consiguió
este vestido verde. Pero no fue el fin de la riña, apenas comenzaba.
Al final la condición para llevarme el vestido verde a casa y
usarlo el 31 de diciembre (la gala más importante del año para mí desde
siempre) era que a cambio debía usar el trapo del terror el 24, para la cena de
navidad. No me gustó el acuerdo, pero me encantaba el vestido, así que valió el
sacrificio. Le agradezco al universo por no guardar fotografías con aquella
horrorosa prenda.
Enfocándome en este pedazo de foto, tomada en agosto del año
siguiente después de la disputa, veo a mi yo de seis años muy contenta
aplaudiendo a mi hermanito, él mucho más feliz porque está haciendo lo que se convertiría
en su pasión hasta estos días, pegarle a la pelota con un bate. Minutos antes
yo había tenido mi conversación con esa piñata, no la vencí. Por eso entiendo
mi expresión, esa de “me acaban de vencer pero me levanto y sigo aplaudiendo”,
tengo lágrimas secas en el rostro. Lo recuerdo. Llorar, como mencioné, era y
sigue siendo mi talento. Todo lo solucionaba con llantos y rabietas, hasta que después
de unos minutos, entraba en razón. Supongo que hay cosas que nunca cambian. Ni cambiarán.
Nos rodean un montón de infantes entre los cuales reconozco
a varios de mis primos, algunos hoy están muy lejos. Atesoro con mucho cariño
ese día, estuvo lleno de sorpresas, regalos, muchos dulces. Todo era alegría,
familiares, amigos. Era algo normal, mi mamá lo dejaba todo por prepararnos el
mejor de los cumpleaños. Yo añoraba esas celebraciones, aunque después crecí
para convertirme en un ogro amargado, pero esa es otra historia.
Todas las mañanas me miro frente al espejo y no dejo de ver
a la pequeña hormiga que se siente indefensa entre tantos elefantes que parecen
entender mucho más de este juego interminable e injusto que es la vida. Me mantienen
con alegría los recuerdos, saber que una vez estuvimos tan felices que no nos
detuvimos para verificar si todo estaba en orden. Es justo lo que necesito hoy,
permanecer niña para olvidarme de la pesadilla que tiñe de oscuro este día del
niño. Recuerdo que en uno de esos recibí una bicicleta, en otro algunas
muñecas. Hoy nadie recibe nada, ni siquiera la compañía de los más queridos. Este
caos nos arrebató hasta los encuentros.
Sabía que debía prepararme para dejar ir algún día a la pequeña,
porque el mundo sería más cruel. Pero nadie me dijo que debía despertarme de un
sueño para ahogarme en una pesadilla. Por eso hoy, mañana y siempre, me rehúso
a dejar de ser una niña. Espero que el universo tenga las agallas de
enfrentarse a mí. No cualquier niña de cinco años le gana a su mamá. Calculen qué
tan feroz debo ser ahora. Es verdad, ni un poco, pero todos nos valemos del
pasado en algún momento. Ese es el mío. Testaruda y decidida desde tiempos remotos.
Feliz día, niños del mundo.

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